sábado, 3 de abril de 2010

EL ARTE BARROCO: COMENTARIO DE LÁMINAS


SAN CARLOS DE LAS CUATRO FUENTES DE ROMA (1634-1667). FRANCESCO BORROMINI

Introducción.


Se trata de un conjunto arquitectónico formado por un convento de trinitarios descalzos con su iglesia, y se halla en la intersección de strada Venti Settembre (antigua strada Pia) con la strada Delle Quattro Fontane (antigua strada Felice) de Roma. Es la obra más expresiva de Borromini.

El arquitecto lombardo Francesco Borromini (1599-1667), fue el máximo representante de la opción anticlásica dentro del Barroco romano, opuesta al clasicismo de Bernini, del que fue coetáneo y rival. Su arquitectura fue muy imaginativa y expresiva, y tuvo que ingeniárselas para sacar gran partido de materiales constructivos y decorativos pobres, pues sus proyectos, en general, fueron realizados para órdenes religiosas con pocos recursos. Bellori, teórico de la tendencia clasicista dentro de Barroco romano, despreció a Borromini, llamándole "gótico ignorantísimo y corruptor de la arquitectura". Precisamente, su heterodoxia, su imaginación y creatividad es lo que más nos sorprende y maravilla de Borromini.

Circunstancias y avatares de la construcción.

En 1634 el arquitecto lombardo Francesco Borromini recibió el encargo de realizar el proyecto y la construcción de un pequeño convento, con su iglesia aneja, para la orden de los Trinitarios Descalzos Españoles, orden austera y con pocos recursos económicos que se dedicaba a la redención de cautivos cristianos de los musulmanes. Había poco dinero y un solar muy pequeño e irregular, situado en la confluencia de varias calles, en la que el papa Sixto V había dispuesto cuatro fuentes, que dieron nombre al convento, dedicado a San Carlos Borromeo. Por su pequeño tamaño se le llamará popularmente "San Carlino", diminutivo de San Carlos.

Borromini comenzó en 1634 construyendo la residencia de los frailes trinitarios (refectorio, dormitorios y biblioteca), en 1635 levantó el minúsculo claustro, y entre 1637 y 1641 edificó el interior de la iglesia. Pero la falta de dinero hizo que la hermosa y dinámica fachada no se iniciase hasta 1665. Cuando murió Borromini, en 1667, se había empesado el cuerpo superior de la fachada, que en los años siguientes terminaría Bernardo, sobrino del arquitecto.

Descripción y análisis formal.

Francesco Borromini tuvo que hacer frente a importantes condicionantes, el reducido tamaño del solar y la irregularidad del mismo, de forma trapezoidal. Pero Borromini los superó con brillantez y supo organizar ese pequeño e irregular espacio con maestría, cubriendo todas las necesidades residenciales y litúrgicas que los trinitarios descalzos tenían.
El claustro, a la derecha de la iglesia y orientado en el mismo eje mayor, tiene forma de rectángulo ochavado en las esquinas, organizado con columnas pareadas. Las esquinas tienen perfil convexo, consiguiendo con ello una sintonía con el ritmo ondulante de la iglesia.
Ésta, de muy reducidas dimensiones, da la sensación de ser más grande gracias a los atrevidos efectos de perspectiva que confirió Borromini a su interior. La planta tiene forma de rombo, que se transforma casi en óvalo con su perímetro articulado con segmentos cóncavos y convexos. Esa planta tan dinámica condiciona el espacio interior de la iglesia. Los muros, recorridos por vanos y nichos avenerados, se ondulan y una serie de columnas de orden compuesto, que sostienen entablamento continuo, los articulan y fragmentan de modo que se sugiere dinamismo y profundidad. En la decoración del interior de la iglesia, llena de originalidad, sólo utilizó Borromini estuco blanco.

Se cierra ese espacio con una cúpula elíptica sobre pechinas. La superficie de esa cúpula está decorada con casetones octogonales y cruciformes que se van haciendo progresivamente más pequeños hacia la linterna. Ello provoca en el espectador un efecto ilusionista que agranda y eleva más dicha cúpula, perfectamente iluminada desde la linterna y desde las ventanas disimuladas en el anillo que sostiene la cúpula. Bóvedas de cuarto de esfera cierran los espacios sobre los altares. El altar mayor se sitúa en el extremo del eje mayor, frente a la puerta de entrada. A través de pequeñas puertas se puede acceder a las capillas, de planta octogonal y situadas en un eje diagonal.

La dinámica fachada, su decoración e iconografía.

Por falta de recursos la fachada no se pudo comenzar hasta 1765. Consta de dos pisos y tres cuerpos verticales, y el muro, asimismo ondulante, se articula por medio de columnas salientes. Los ritmos son opuestos en ambos pisos, pues a los entrantes del piso bajo les corresponden salientes en el alto y viceversa. La plasticidad de la fachada viene reforzada por entablamentos que se ondulan y se quiebran en perfiles mixtilíneos a fin de conferir al conjunto una movimiento permanente. La sintaxis arquitectónica no puede ser más anticlásica y heterodoxa. Todo en la fachada es dúctil, maleable; es como si la piedra rígida y fría se hubiese convertido en un material plástico, moldeable en manos de Borromini.

El sentido teatral de la fachada viene conferido por distintos elementos: los relieves ornamentales; los nichos y las estatuas de San Carlos Borromeo - obra de Antonio Raggi, discípulo de Bernini - las de los trinitarios San Juan de Mata y San Félix de Valois; el edículo-ventanal saliente del superior; y el gran óvalo portado por ángeles que rompe el entablamento y la balaustrada de remate. Ese óvalo contiene una pintura al fresco de la "Coronación de la Virgen" y debió de ser diseñado por Bernardo, el sobrino de Borromini, inspirándose en Bernini.

La estrechez de la calle y el verticalismo de la fachada, reforzado por la torre campanario sobre el chaflán que contiene la fuente, obligan al espectado a distanciarse del conjunto de San Carlos de las Cuatro Fuentes y a contemplarlo con cierta perspectiva, inmerso en el enclave urbanístico de la Roma barroca en el que se halla.

A.A.N.

PLAZA Y COLUMNATA DE SAN PEDRO DEL VATICANO (1656 -1663), ROMA. LORENZO BERNINI.


Introducción.

Estas edificaciones forman parte del conjunto arquitectónico de San Pedro del Vaticano, residencia oficial de los Papas y de la Curia romana. La visión frontal la acapara la enorme cúpula de Miguel Angel, de 131 metros de altura, obra capital del Renacimiento italiano. Sin embargo, y aún siendo importante la iglesia de San Pedro queda casi olvidada detrás de la impresionante plaza y fachada barroca.

Olvidada ya la primitiva concepción de Bramante de dotar a la Basílica de cuatro fachadas iguales sobre planta de cruz griega, se opta por alargar la nave central y cerrar la obra con la fachada de Maderna. Este conjunto se construyó en el XVII, siglo que en Europa tuvo lugar el cisma luterano y algunos Estados establecieron para su gobierno un sistema político de monarquía absoluta. A esta época corresponde el alargamiento de la nave central de la Basílica, y la amplia fachada, cuya obra corresponde al arquitecto barroco Carlo Maderno.















Análisis formal.

La citada fachada de San Pedro del Vaticano presenta unas gigantescas columnas de fuste liso, decoradas con capiteles corintios que sostienen un frontón triangular con un relieve del escudo del Vaticano. Sobre la nave de la fachada principal aparece además un cuerpo de ventanas rematado por una balaustrada en la que se sitúan las efigies de los doce Apóstoles. A la puerta principal del Vaticano se accede por una amplia escalinata que pone en contacto la Basílica con la Plaza de San Pedro.

La Columnata de la Plaza es obra del gran arquitecto barroco Gian Lorenzo Bernini. Constituida por dos inmensas alas de cuatro series de columnas de cada, que se abren en una elipsis, prestando un magnífico efecto a la fachada de San Pedro. Bernini toma como punto de partida el eje central, alargado después de las últimas reformas, y sobre él diseña una de las más impresionantes plazas de Occidente.

Así pues, la Plaza de San Pedro del Vaticano es un espacio abierto de forma ovalada, o más bien, circular prolongado, porque está formado por dos arcos de círculo cuyos centros están separados por un espacio de 50 metros. En cada uno de los lados dos fuentes completan el conjunto. En medio de la plaza se levanta el antiguo obelisco egipcio del circo de Nerón. La Plaza está rodeada de cuatro hileras de columnas toscanas, coronadas por un entablamento liso que sostiene una balaustrada, decorada en su parte superior con 140 esculturas que representan a santos y padres de la Iglesia. Este conjunto arquitectónico simboliza los brazos de la Iglesia que acogen a todos los católicos y a su vez magnífica al Papa como representante de Dios en la Tierra.

El efecto de este deambulatorio formado por 296 columnas es impresionante, ya que da la sensación de no acabarse, efecto que nos pone de manifiesto un nuevo concepto de espacio dirigido hacia el infinito. Bernini quiebra el ideal de perspectiva central que había presidido la arquitectura de Brunelleschi.














La Plaza y Columnata de San Pedro es una de las más importantes manifestaciones del Barroco porque con su planta oval y sus planteamientos complejos y movidos se aleja de la simplicidad del Renacimiento. La luz adquiere un nuevo papel en la percepción total del edificio posibilitando la búsqueda del efecto y disolviendo las formas arquitectónicas.

El conjunto, con el alargamiento del eje axial, que supera la dimensión de la propia Basílica, va a ser un modelo a imitar en todas las construcciones barrocas de la época. El sentido de lo colosal y el tratamiento escultórico de la decoración van a seguirse en toda Europa.

F.V.V.

EL PALACIO DE VERSALLES. 1661 - 1756. FRANCIA. MANSART, LE VAU Y LE NÔTRE.

Introducción.

El palacio de Versalles fue construido, en lo fundamental, por Le Vau y J. H. Mansart para responder a las decisión de Luis XIV de trasladar su residencia fuera de París. El Palacio-ciudad iba a albergar todas las funciones del gobierno y la Corte, convirtiéndose en el monumento más espectacular a la monarquía absoluta que puede verse en Europa.

Luis XlV dirigirá el mismo las construcciones ayudado por Colbert, superintendente de edificios, Le Brun, maestro de decoración, y por las Academias, bajo control estatal, que le proporcionaban temas, examinaban proyectos, distribuían trabajos, seguían el proceso de ejecución e imponían su espíritu (R. Mousnier, H istoria General de las Civilizaciones.)

En Versalles el poder real queda plasmado físicamente en el monumento de modo que el palacio es el elemento que ordena todo el conjunto urbanístico de la ciudad cuyas tres avenidas principales confluyen en la Cour d´honneur que al ir estrechándose paulatinamente hace converger al visitante frente a la habitación del rey, desde cuyo balcón éste se aparecía a sus súbditos.

Por el lado de la fachada interior, las avenidas, parterres y canales del inmenso jardín se despliegan tomando como eje de simetría el que pasa por la misma habitación real que, situada en el centro planimétrico del palacio, se convierte en expresión del absolutismo monárquico, desplazando de este lugar preponderante a la capilla, caso de El Escorial.

La influencia de Versalles, al igual que la de su rey, se extendió por toda Europa convirtiéndose en el referente obligado de todos los palacios de la realeza europea.

Análisis formal.

Desde el punto de vista del estilo, Versalles es la culminación de lo que se ha dado en llamar el Clasicismo francés, creado a partir de 1630 por una nueva generación de arquitectos como Lemercier, Le Vau o F. Mansart, y cuyas propuestas podríamos resumir en cuatro:

Primero, ligeros saledizos que señalan el centro de un edificio.

Segundo, planta baja con grandes elementos divisorios horizontales formando basamento.

Tercero, contraste deliberado entre distintos tipos de vanos.

Y por último, uso de un limitado repertorio de ornamentos: mascarones, marmitas, figuras echadas sobre los declives de los frontones o en remate sobre los dados de las balaustradas.










Este clasicismo no puede, sin embargo, enmascarar el profundo sentido barroco que aparece en Versalles y que parte de la misma concepción del monumento como una arquitectura puesta al servicio del poder del soberano.

En primer lugar destaca el sentido de Unidad que nos hace percibir Versalles como un todo único e indivisible en el cual el espacio urbanístico, la naturaleza y el palacio se articulan y encuentran su sentido uno en los otros.

Pero la unidad barroca no es la suma de iguales sino la potenciación de una parte frente a las demás. En este caso, el cuerpo central del palacio que avanza decididamente hacia delante y en el que se encuentra la habitación real y el Salón de los Espejos se convierte en el punto focal de la composición.

Del mismo modo el sentido de lo abierto, lo ilimitado, tan caro al barroco, aparece tanto en la planta del palacio cuyas alas pueden prolongarse ad infinitum, como en la propia perspectiva de la ciudad que se pierde a lo largo de las tres grandes avenidas, especialmente la central que desemboca en los campos Elíseos y en la puerta del palacio del Louvre.

Es, sin embargo, en los jardines donde la pericia de Le Notre creó un amplia panorámica axial que pasa de los parterres de trazados geométricos, al bosquete y de allí se interna en el bosque extendiendo de forma simbólica el dominio del rey hacia el horizonte.
Análisis de la obra.

El palacio de Versalles tiene su origen en un palacete de caza construido para Luis XIII por Lemercier.

Posteriormente, Luis XIV, deseoso de fijar su residencia en Versalles, encargó a Le Vau en 1668 ampliar el palacio, Le Vau encerró el primitivo palacio, excepto el Patio de Mármol, e inició la construcción de dos nuevas alas laterales que daban al jardín flanqueando una terraza abierta.

El definitivo traslado del gobierno a Versalles provocará una nueva ampliación encargada a J.H. Mansart quien a partir de 1678 construyó, entre otras obras, las dos grandes alas al N. y al S, sustituyó la terraza de Le Vau por el Salón de los Espejos, levantó las Caballerizas y la Orangerie (invernadero para naranjos) y proyectó la Iglesia, terminada en 1710.

Los sucesores de Luis continuaron las obras pero lo sustancial fue terminado en el reinado del rey Sol.

De las dos fachadas del edificio, la fachada pública tiene como centro el Patio de Mármol que conserva el aspecto del palacio de Luis XIII excepto el cuerpo central que fue modificada por Mansart quién, subrayó la habitación real para enfatizar el poder del soberano.
















La fachada que da al jardín fue transformada también por Mansart al cerrar la terraza, disponer en su centro un antecuerpo de columnas exentas, y al arquear todos los vanos de la planta central. Aunque con ello se rompía la proporcionalidad, al realizar las alas laterales y repetir la misma distribución, consiguió una poderosa sensación de horizontalidad que compensa eficazmente la extensión del parque al que se asoma. El remate del edificio con una balaustrada adornada con escultura sirvió para ocultar las mansardas.

La grandiosidad de la obra movilizó una ingente tropa de obreros que con ayuda del ejercito desmontó y saneó el terreno para, a continuación, comenzar la construcción. Por orden real se emplearon en su mayor parte materiales nacionales, destacando entre ellos: piedra blanca, ladrillo, mármol, pizarra, madera y vidrios.

Frente a la austeridad decorativa del palacio por el exterior, dentro del palacio (Elsen, 1971) Luis puso un ejercito de artistas y artesanos que adornaron techos y paredes con murales representando acontecimientos de las vidas de los dioses a los cuales sentíase vinculado el rey. La famosa tapicería de los Gobelin y las industrias de cerámica se fundaron como monopolios reales para surtir a Versalles de miles de tapices, alfombras y molduras. Reuniéronse allí 140 tipos de mármoles ..para adornos de paredes y escaleras. Esculpiéronse centenares de tallas en yeso y mármol de dioses, ninfas, desnudos y, naturalmente, de la realeza francesa.

Ejemplo espléndido de estos interiores es el citado Salón de los Espejos. Su longitud espectacular de 76 m. está iluminada por 17 ventanales a los que corresponde en el lado opuesto otros tantos carísimos espejos, rematados por arcos de medio punto y destinados a ampliar ficticiamente la sensación de espacio lateral y a reflejar la luz del jardín.















Le Brun, encargado de la decoración del palacio, concibió el salón como una combinación de mármoles policromos, trofeos en bronce dorado y estatuas antiguas. En el techo narró pictóricamente la historia del reinado de Luis XIV, lo que da como resultado una simbiosis plenamente barroca de arquitectura, pintura y escultura.

Los jardines.

Hemos dejado para el final el elemento más espectacular de Versalles, los jardines realizados por Le Nôtre. Su función era ser escenario de los lujos y placeres de la Corte. Ahora bien, por encima de ello, los jardines deben considerarse como un gesto de propaganda política que demuestra el poder del rey en el dominio de la naturaleza y del agua.

Le Nôtre ordena la naturaleza y, aprovechando los accidentes del terreno, la domestica creando un espacio racional que no es sino la alegoría de una sociedad perfectamente reglamentada por la mente ordenadora de la autoridad real.

Ya hemos comentado que los jardines deben ser considerados como un todo con el palacio y la ciudad contribuyendo a crear la perspectiva y el sentido de lo ilimitado. Para ello Le Nôtre estructuró el jardín en tres zonas.

En la más cercana al palacio, se taló el bosque para aumentar la vista desde los balcones y se conjugaron los estanques con los parterres en los que los setos, muy recortados, realizan figuras geométricas que combinan con los colores de las piedras y la arena.

En un segundo plano aparece la zona de bosquete que se estructura en torno a la gran cruz que forman los canales. Son doce unidades boscosas que flanquean la avenida principal y entre las cuales se ocultaban maravillas como la Colonada, la Isla Real o la Arboleda de las Cúpulas, en las que se celebraban fiestas y banquetes para las 7000 personas que habitaban en la Corte.















Más allá se abría el gran canal rematado en un estanque octogonal de grandes dimensiones, que permitía la navegación y cuya parte final quedaba conectada con las avenidas radiales entre las cuales se introducía el bosque natural, donde se practicaba la caza.

Fuentes, vasos, estatuas, columnatas y escalinatas realizadas por grandes artistas e ingenieros completaban el conjunto.

L.P.M.

EL BALDAQUINO DE SAN PEDRO DEL VATICANO (1624-1633), LORENZO BERNINI.

Introducción.

Esta obra fue realizada por Gianlorenzo Bernini y su taller en bronce (dorado y en su color) y mármol, mide 28,5 metros de altura y se halla en la basílica de San Pedro del Vaticano en Roma.

Al poco de llegar al papado el cardenal Maffeo Barberini con el nombre de Urbano VIII (1623-1644), encargó al que sería su artista preferido y protegido, Gianlorenzo Bernini (1598-1680), la realización de un gran mueble litúrgico sobre el lugar donde se halla la tumba de San Pedro, centro neurálgico y significativo de la basílica vaticana, bajo la gran cúpula que había levantado Miguel Ángel. Bernini concibió una obra grandiosa, primera obra barroca de significación universal, a modo de gran dosel o baldaquino sobre el altar mayor. Puesto que hacía falta mucho bronce para hacer las cuatro columnas gigantes que lo soportarían, con el permiso de Urbano VIII fundió las enormes placas antiguas de revestimiento que cubrían el pórtico del Panteón de Roma, lo que le valdría al papa Barberini duras críticas. El remate o coronamiento fue modificándolo Bernini conforme fue ejecutando el baldaquino.

Descripción formal e iconografía.

El baldaquino es una obra majestuosa, perfectamente integrada en el interior de la basílica, convirtiéndose en eje visual y elemento dinamizador de su espacio interior, desde la entrada hasta la cabecera, donde años después Bernini haría la gran Cátedra de San Pedro. Está formado por cuatro gigantescas y dinámicas columnas torsas o salomónicas con capitel de orden corintio, elevadas sobre pedestales de mármol de Carrará, en cuyos frentes aparecen los escudos papales del promotor, con las abejas de los Barberini. Esas columnas helicoidales, decoradas con acanaladuras y remitas de laurel en su fuste, recreaban las que había habido en la antigua basílica paleocristiana de San Pedro del Vaticano, y aludían a las que se decía habían existido en el Templo de Salomón en Jerusalén.

Esas columnas, con su perfil vigoroso, se elevan hasta sostener un aéreo entablamento con lambrequines colgantes, adornados con las abejas de los Barberini, y que reproducen los colgantes de telas ricas que aparecían en los doseles utilizados, con carácter provisional, en las grandes celebraciones religiosas de Roma. Cuatro grandes volutones ondulantes remataban el edículo que carece de cerramiento real para darle una sensación de ligereza; el aire y la luz penetraban desde el exterior provocando efectos desmaterializadores. Cuatro ángeles mancebos, que sujetan los cordones del dosel, y unos aéreos angelitos, portando los símbolos papales (tiara y llaves de San Pedro) dinamizan el remate y le confieren el carácter escultórico al baldaquino.

Función y significado.

Este gran baldaquino, que asemeja un gran palio procesional, al situarse sobre la tumba de San Pedro, primer papa, adquiría un profundo significado religioso, pues exaltaba al papado, cuya primacía en la Iglesia negaban los protestantes, y proclamaba su legitimidad. Por otra parte, Bernini quiso hacer esta obra perdurable para glorificar al papa promotor, Urbano VIII, cuyos visibles y reiteradas escudos actúan como elementos parlantes que manifestasen su grandeza y actuaciones en siglos posteriores.

El influjo del Baldaquino de San Pedro del Vaticano fue inmediato y amplio, con imitaciones en Italia, España, especialmente de Aragón, Alemania, Austria e incluso Francia, aunque en este último país con un lenguaje más clasicista.

A.A.N.


EL ÉXTASIS DE SANTA TERESA (1647-1652). ROMA. LORENZO BERNINI

Introducción.

El grupo escultórico El Éxtasis de Santa Teresa, realizado por Gian Lorenzo Bernini entre 1647 y 1652, se encuentra ubicado en la capilla de los Cornaro de la iglesia romana de Santa María de la Victoria. Constituye uno de los más bellos ejemplos de la estatuaria barroca.

Bernini nació en Nápoles el 7 de diciembre de 1598 e inició su aprendizaje artístico en el taller de su padre, el pintor y escultor Pietro Bernini quien, en 1605, se trasladó a Roma con su familia a instancias del papa Pablo V para realizar un relieve de mármol en la iglesia de Santa María la Mayor. La actividad artística del joven Gian Lorenzo en el taller de su padre no pasó inadvertida para el Papa ni para el cardenal Scipione Borghese que pasó a ser su mecenas hasta 1624. Para él realizó estatuas y grupos (el David, Plutón y Proserpina, Apolo y Dafne, etc.) que todavía hoy se encuentran en la Villa Borghese.

Después de la subida al papado de Urbano VIII, las empresas artísticas de Roma se concentran en sus manos y Bernini será el escultor por excelencia. Desde entonces se ocupará casi exclusivamente de obras religiosas. En 1629, tras la muerte de Maderno, fue designado “arquitecto de San Pedro” aunque su actividad en la Basílica había empezado cinco años atrás con el baldaquino. La mayor parte de la obra escultórica, decorativa y arquitectónica, se extiende desde 1630 hasta su muerte en 1690.

Al igual que Pedro Pablo Rubens, Bernini fue un profundo y devoto católico que aceptaba sin cuestionarla la filosofía del Estado absolutista y de la Iglesia. Educado en el espíritu jesuítico, alcanza profundamente el sentido contrarreformista. Sus cualidades personales hicieron de él un favorito y un líder: sirvió a ocho papas, varios monarcas e innumerables cardenales y príncipes con éxito casi ininterrumpido. De su taller salieron multitud de obras en las que el trabajo hecho por sus ayudantes fue, en ocasiones, más abundante que el suyo propio. Pero el sello del maestro se muestra inconfundible en todas y cada una.

Su gusto escultórico fue formándose a través de las obras del Vaticano: Laoconte, el Apolo Belvedere, Antinoo, los torsos helenísticos, etc. Tomó apuntes de Miguel Ángel, Giulio Romano y de las Estancias de Rafael poniendo especial interés en aquellas composiciones en las que el movimiento y el equilibrio primase sobre otros aspectos.

El Éxtasis de Santa Teresa, Constantino de la Scala Regia y la beata Ludovica Albertoni de San Francesco a Ripa son las tres grandes obras de su etapa de madurez. Las concibe para formar parte de espacios interiores y dentro de un marco en el que se combinan y funden las tres artes: arquitectura, escultura y pintura, seleccionando materiales de distintas calidades y colores. Añade además una iluminación específica para cada caso en relación con la iconografía y el mensaje que quiere transmitir consiguiendo ambientes escenográficos capaces de sorprender al espectador que queda incluido como un elemento más del conjunto participando de la representación desde un lugar, o punto de vista, previamente pensado por el artista.

El encargo.

Bernini siempre consideró que la primera de ellas, El Éxtasis, fue la obra más bella realizada por él. El lugar en que se encuentra se debe al patriarca de Venecia cardenal Federico Cornaro que decidió construir su capilla fúnebre en el lado izquierdo de la pequeña iglesia de Santa María de la Victoria encargando a Bernini la decoración de la misma. La arquitectura comenzó a construirse en 1647 y la decoración escultórica se prolongó hasta 1652.

Análisis formal. Iconografía.

El grupo de Santa Teresa y el Ángel aparece bajo una luz celestial en el interior de un nicho lujosamente articulado sobre el altar. La hornacina elíptica que alberga las figuras está flanqueada por columnas dobles que sustentan un rico entablamento curvo. La tonalidad oscura de sus materiales sirve para realzar la escena del interior.
Bernini pone en práctica toda su experiencia como decorador de escenarios y concibe la capilla como un gran cuadro en el que se combinan arquitectura, escultura y pintura. En la bóveda se finge pictóricamente un cielo con un grupo de ángeles del que ha descendido el serafín protagonista.

En las paredes laterales de la capilla aparecen los miembros de la familia Cornaro arrodillados tras unos reclinatorios y observando el milagro del altar en una arquitectura ilusionista que más parece una prolongación del espacio en el que se mueve e integra al espectador. Tanto éste como los Cornaro pertenecen a este mundo; frente a ellos, un mundo sobrenatural, celestial…

Continuando con el símil del cuadro, la escena principal en la que convergen todas las perspectivas, El Éxtasis, resulta distante y pequeña para una visión frontal desde la iglesia. Al acercarnos, perdemos la visión lateral de la capilla y va tomando importancia el motivo central: vemos, sobre una nube ingrávida, y caída frente al ángel, la figura de la santa cuyos ropajes aumentan su volumen desbordando los límites de la nube. La actitud desvanecida, sin fuerza, parece aumentar su peso y acentúa la inquietud del espectador.

La mano izquierda cae insensible y sus pies quedan suspendidos en el aire. La única anatomía visible queda reducida al rostro, las manos y los pies descalzos. El resto, una masa de ropaje que cae en forma de cascada cuyo peso parece ahogarla, arrastrarla hacia abajo mientras intenta elevarse con los ojos semicerrados, en pleno éxtasis, como si se resistiera a caer. Bernini se vale de medios externos para revelar un estado interior y utiliza para ello un recurso ya utilizado en la Antigüedad: el pathos helenístico, apropiado para la representación de cualquier estado doloroso, arrebatado, trágico, en cualquier época y en cualquier tipo de representación artística. Es cierto el paralelismo entre las expresiones del rostro de la santa y de Laoconte.

Aproximándonos más y centrándonos en su rostro, apreciamos con detalle la escena representada y que coincide con la descripción que hace la santa de su propio éxtasis:

“…veía un ángel cabe mí hacia al lado izquierdo en forma corporal (…) no era grande sino pequeño, hermoso mucho, el rostro tan encendido que parecía de los ángeles muy subidos, que parece que todos se abrasan. (…) Veíale en las manos un dardo de oro largo y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego. Este me parecía meter con el corazón algunas veces y que me llegaba a las entrañas: al sacarle, me parecía las llevaba consigo, y me dejaba abrasada en amor grande de Dios. Era tan grande el dolor que me hacía dar aquellos quejidos, y tan excesiva la suavidad que me pone este grandísimo dolor, que no hay que desear que se quite (…) No es dolor corporal, sino espiritual, aunque no deja de participar el cuerpo algo, aún harto. Es un requiebro tan suave, que pasa entre el alma y Dios, que suplico yo a su bondad lo dé a gustar a quien pensare que miento”. (Vida, cap. XXIX).

El ángel, muy delicado, es el perfecto contraste de Santa Teresa: aparece de pie frente a la posición diagonal de ella y su rostro sonriente, angelical, la observa a la vez que con su mano izquierda le toma el manto y con la derecha eleva la flecha que va a clavar en su pecho. El cuerpo, parcialmente desnudo, aparece con un ropaje pegajoso, llameante que parece ceñirse a su anatomía y totalmente distinto al ampuloso y áspero manto de la santa.

Las figuras, como toda la estatuaria de Bernini, parecen moverse libremente abriendo el espacio en profundidad y admitiendo en ese espacio al propio espectador. Es un ejemplo de perspectiva en la escultura.

Bernini utiliza también otros recursos estilísticos como la luz y el color , necesarios para ese enfoque pictórico que le da a la obra. Necesitaba un decorado policromado en el que integrar las figuras y objetos y utiliza el bronce y el mármol tanto para el énfasis como para le impresión pictórica irreal.

Función y significado.

La luz que cae a través de un vano oculto tras el frontón se materializa en los rayos dorados que rodean al grupo sirviendo de realce al clímax del momento. Bernini la utiliza siguiendo la tradición pictórica barroca: una luz celestial dirigida santifica los objetos y personas a las que ilumina y las elige como receptoras de la Gracia Divina.

Sin ser un intelectual preeminente en el sentido en que lo habían sido Miguel Ángel o Leonardo, Bernini fue extraordinariamente sensible a los acontecimientos culturales de su tiempo. Sus creaciones representan la culminación de las aspiraciones religiosas, políticas y humanas de su época. Son, además de autobiográficas, la propia autobiografía de su tiempo.

E.L.B.


APOLO Y DAFNE (1622-1625). BERNINI

Introducción.

La escultura denominada Apolo y Dafne fue realizada por Gian Lorenzo Bernini (1598-1680) en mármol, entre 1622 y 1625, y se encuentra en la Galleria Borghese de Roma.

Gian Lorenzo Bernini es un artista polifacético, aunque el se sintió sobre todo escultor. Su obra tanto religiosa como profana está llena de teatralidad y sentimiento y desea comprometer emocionalmente al espectador. Su capacidad técnica y su libertad de planteamientos conceptuales hacen de él un maestro indiscutible de la escultura barroca.

Apolo y Dafne pertenece al grupo de las esculturas realizadas para la colección Borghese, junto con El rapto de Proserpina (1621-22) y David (1623-24). Las tres representan el momento en el que empieza a romper con las formas clásicas en los aspectos formales incorporando el movimiento impetuoso y en los psicológicos, abandonando los relajados rostros renacentistas para pasar a mostrar sentimientos y pasiones humanas.

Análisis de la obra.

La obra es un grupo escultórico formado por dos figuras humanas, una femenina y otra masculina. Representa el momento en que Dafne empieza a convertirse en laurel. Dafne, una ninfa, era amada por Apolo, pero ella no le correspondía. Ante la insistencia del dios, huyó de él, hasta que, vencida por la fatiga y a punto de ser alcanzada por su enamorado, la joven suplicó a su padre Peneo, dios-río de Tesalia, que cambiase su figura para librarse de Apolo. Su padre escucha sus súplicas y la transforma en laurel. Ante esto, Apolo contestó: “puesto que no puedes ser mi esposa, al menos serás mi árbol “. Este relato mitológico está narrado por Ovidio en la “Metamorfosis” y era un tema que se había representado frecuentemente en la pintura, pero muy poco en la escultura. Bernini realizó esta obra a petición del cardenal Borghese.

La utilización del mármol como material exclusivo permitió al artista mostrar su virtuosismo técnico en el tratamiento de esta piedra y lograr sorprendentes calidades en los diferentes elementos que forman la obra. La plasmación de las diversas texturas permite diferenciar con gran detalle las partes que la forman: las ropas, el cuerpo humano desnudo, las ramas y el tronco del laurel y la roca que sirve de base al grupo. La variedad de texturas empleadas, tersura y suavidad para las carnaciones, oquedades y ondulaciones para el cabello, rugosidades para el tronco del laurel......etc., permiten obtener una vivísima sensación de realidad.

Pero lo más significativo de esta obra es el movimiento: éste es su rasgo definitorio. Todo en la obra contribuye a ello, todo en ella es muestra de dinamismo: las figuras representadas corriendo, vemos esto por la posición de las piernas y por la agitación de los paños y de los cabellos. La línea abierta de la composición hace que brazos, piernas y cabellos se lancen al espacio en todas las direcciones; la posición inestable de los protagonistas apoyados en un solo pie, y en el caso de Dafne, con su cuerpo prácticamente en el aire; y, por último, las líneas diagonales que son la base de toda la composición. En definitiva, nos encontramos con una obra que es puro movimiento en acto, una de las principales características de la escultura barroca frente al estatismo o movimiento en potencia propio del Renacimiento.

Significado.

La dimensión temporal sugerida por la obra es el instante fugaz, el momento en que Dafne empieza a metamorfosearse en laurel, es decir, el momento culminante de la narración de Ovidio. Éste es el que ha elegido Bernini para representar en su obra, porque al mostrar la transformación de la ninfa, mitad mujer, mitad árbol, nos habla del cambio, del transcurso del tiempo y de las modificaciones de la apariencia, convirtiéndose en paradigma de la vida, de la que sólo vemos la constante variación de sus formas externas.

Otro de los aspectos importantes de esta escultura es la expresión de los sentimientos humanos propios del dramatismo del tema que esta representando, lo que le da una gran teatralidad tan propia del barroco. Dafne muestra una gran intensidad expresiva a través de su boca entreabierta, sus cabellos erizados y su cabeza inclinada, contrastando vivamente con Apolo que contempla absorto como su víctima se está convirtiendo en árbol.

Apolo y Dafne es una obra de juventud del artista y uno de sus primeros grupos escultóricos, en este momento está todavía muy influenciado por la escultura clásica, lo que plasma en la belleza idealizada del cuerpo de los personajes representados, pero esta obra ya muestra muchas de las características de su obra posterior y plenamente barroca, como son: naturalismo idealizado, captación del instante, representación de texturas, dinamismo y teatralidad.

A.L.L.


LA VOCACIÓN DE SAN MATEO, (1598-1600). IGLESIA DE SAN LUIS DE LOS FRANCESES, ROMA. CARAVAGGIO (1573-1610).

Introducción.

Entre los años 1598 y 1601, Michelangelo Merisi da Caravaggio, realiza este óleo sobre tela (3’22 X 3’40 m.) para la Iglesia de San Luis de los Franceses, de Roma. El encargo partió del cardenal Contarelli que quiso dedicar una capilla con escenas de la vida de San Mateo. Sobre el altar, San Mateo y el ángel, y en los laterales, La vocación de San Mateo a la izquierda y El martirio de San Mateo a la derecha. Las tres fueron realizadas por Caravaggio.

El naturalismo caravaggiesco irrumpe con fuerza al utilizar en sus obras tipos humanos tomados de los barrios populares romanos, y el tenebrismo, consistente en presentar personajes y objetos sobre un fondo oscuro, destacándolos con una luz violenta y dirigida, como si de un foco de teatro se tratara, para resaltar aquello que requiere nuestra atención.

Análisis de la obra.

La descripción del tema tratado lo extraemos directamente del evangelio:

"Pasando Jesús por allí, vio a un hombre sentado en el despacho de impuestos, de nombre Mateo, y le dijo: Sígueme. Y él, levantándose, le siguió" (San Mateo, 9; 9-10)

A la derecha del cuadro aparece Cristo que, acompañado de San Pedro, está llamando a Mateo. Éste se encuentra con cuatro acompañantes en torno a una mesa y, al sentirse interpelado, deja de contar las monedas y mira a Cristo "¿Te refieres a mí?", parece decir. Un viejo con anteojos mira a un joven que continúa absorto en las monedas, desentendiéndose ambos de lo que ocurre, mientras los dos jóvenes de la derecha parecen sorprendidos ante los recién llegados.

La lectura del cuadro está dirigida por la luz que entra por una ventana que queda fuera del cuadro, arriba a la derecha. Desde ese punto el foco luminoso sirve de nudo de acción entre los personajes: resbala en el rostro de Cristo y destaca su mano -auténtico nexo- para llegar a los sorprendidos rostros del grupo y a las monedas de la mesa, que hasta un instante antes eran el único centro de atención.

Mayor complejidad entraña el gesto de la mano de Mateo, ya que establece una relación con la figura de Jesús, acentuada por la dirección contraria a su propia mirada, que se opone y complementa a la vez con el gesto de la mano. Una mano que se señala a sí mismo, una mirada que se dirige hacia Cristo y una pregunta que parece leerse "¿Te refieres a mí?".

La conexión entre ambos grupos está también marcada por las miradas de Mateo y los dos jóvenes hacia Cristo y por la propia posición del cuerpo de espaldas, que se inclina hacia la derecha en contraste con las demás figuras que tienden a hacerlo hacia la izquierda.

Pero es, sobre todo, la luz el elemento que, además de acentuar detalles, revalorizar figuras y gestos y materializar la llamada de Jesús; es capaz de zonificar la escena en dos ámbitos de luz (uno, el grupo y otro, el ocupado por una ventana que no ilumina sino que es iluminada) a los que se oponen, diagonalmente, dos zonas de sombra.

Caravaggio divide el lienzo horizontalmente en dos partes que se contrapesan: la inferior, ocupada por figuras vistosas y animadas, y la superior casi vacía.

La vestimenta del grupo, propia de la época y lugar en la que pinta Caravaggio contrasta con las túnicas humildes y anacrónicas de los dos personajes de la derecha. La luz -de nuevo la luz- se encarga de resaltar unas gamas y de ocultar otras, de resaltar unos perfiles o de ocultarlos en la penumbra.

El naturalismo de la escena, con un punto de vista muy bajo, queda acentuado por el hecho de que podría pasar por una escena ordinaria, de una taberna cualquiera. Únicamente la leve iluminación sobre la cabeza de Cristo le confiere el carácter religioso.

La interpretación que el pintor hace del cuadro, de forma naturalista en cuanto a la representación de tipos y el escenario de la acción, está íntimamente ligada a la concepción que el propio artista tenía sobre el mensaje evangélico: para él, ese mensaje debería ser fácilmente comprendido por la gente sencilla. En este sentido, la Iglesia, que en un principio era reacia a este tipo de representaciones, tuvo que reconocer su carácter didáctico.

Sin embargo, desde el punto de vista de la organización del cuadro, el simbolismo existe y encierra cierto grado de dificultad, relacionada con el juego de luces y sombras que transforman espacios naturales en espacios irreales. En la oposición entre lo claro y lo oscuro, entre los colores brillantes y los pardos se manifiesta el simbolismo. Así, la oscuridad se cierne pesadamente sobre la compañía frívola que acompaña a Mateo, en tanto que la luz, penetrando abruptamente en las tinieblas, ilumina las cabezas de Cristo y San Pedro. Esa luz, junto con la voz de Cristo, penetra en el corazón del recaudador de impuestos y éste queda transformado: el Mateo publicano y apegado al dinero se convierte en San Mateo el evangelista.

Con este cuadro, el arte de Caravaggio ha llegado a la culminación de su estilo. Técnicamente, concibe su pintura con un dibujo preciso y una factura cuidada y lisa, buscando la armonía y dejando el movimiento en un segundo plano.

El dominio del tenebrismo, la capacidad de subordinar cada imagen al efecto de la luz y la sombra será una constante en otras obras como La Crucifixión de San Pedro, La Conversión de San Pablo o La Cena de Emaús, todas ellas realizadas esta misma época, en torno a 1600.

E.L.B.


LA MUERTE DE LA VIRGEN (1605-1606) MUSEO DEL LOUVRE. CARAVAGGIO


Introducción.

Michelangelo Merisi, conocido como il Caravaggio (Milán, 1571- Porto Ercole, 1610) es una de las figuras más importantes en la historia de la pintura. De su formación inicial sabemos poco, salvo de sus años de aprendizaje (1584-1588) en el taller de Simone Peterzano. Llega en 1593 a Roma, con veintidós años de edad. En sus primeros momentos se muestra como un pintor ecléctico, todavía influido por los moldes del Manierismo (como muestra entre otros su ‘Baco’). Más tempranamente se va adentrando en una senda de radical originalidad, de adhesión inquebrantable a lo real; un camino que proclama la igual dignidad de todos los objetos de la naturaleza. Esta pasión por lo real tiene su traducción técnica en el empleo de fuertes contrastes entre luz y sombra, de tal manera que la luz se convierte en la verdadera protagonista de sus creaciones. La luz modela las figuras, les presta una rotunda corporeidad, define los espacios y también obra de modo simbólico, como una representación de la gracia que irrumpe en la escena para mostrar y señalar el hecho trascendente, como en la ‘Vocación de San Mateo’ o ‘La conversión de San Pablo’ entre otras muchas. La luz es así en Caravaggio no un mero atributo de lo real, como el color o la forma, sino que es el modo y sustancia mediante la cual la realidad se hace tal.

Otro aspecto, novedoso introducido por Caravaggio, es su extremado naturalismo, su vocación de verdad y realidad a cualquier precio, incluso al precio del disfavor casi general con el que su pintura se encontró en los ambientes culturales dominantes en la Roma del momento. Sus vírgenes y apóstoles serán demasiado vulgares, demasiado mundanos y desacralizados para una Iglesia que, en plena Contrarreforma, quiere santos ejemplares, radiantes de verdad trascendente y de decoro para su labor propagandística. Por eso nunca pudieron entender sus detractores, eclesiásticos o no, la honda verdad y la piedad sincera de los cuadros religiosos del maestro lombardo. Sí fue entendida, y fecundamente imitada, por los grandes pintores del Barroco español, entre otros muchos grandes pintores europeos, como Rubens.

Análisis de la obra.

Estamos ante una de las obras más famosas de la producción de Caravaggio, no sólo por ser sin duda una entre sus muchas obras maestras, sino también por la accidentada biografía de este singular lienzo de 3’69 X 2’45 m. La obra fue encargada para la iglesia de Santa María de la Escala, en el Trastévere romano. Más inmediatamente fue rechazada por los Carmelitas Descalzos por indecorosa y comprada a continuación por el Duque de Mantua, por consejo directo de su embajador: Pedro Pablo Rubens.

La leyenda de la obra es bien conocida: el tratamiento de la madre de Cristo es poco menos que herético. No sólo no porta ningún distintivo de su condición, sino que además es representada descalza, con el vientre hinchado y la cara abotargada, el cabello revuelto y la piel verdosa. Circuló el rumor de que la fuente de inspiración pudo ser una mujer ahogada en el Tíber (tal vez una prostituta; quizá una suicida, en cualquier caso alguien de reprobable comportamiento). Además, tampoco los apóstoles, con los característicos rasgos vulgares habituales en Caravaggio, presentan distinción ninguna de su condición.

Realmente el problema estriba en que Caravaggio ha renunciado a cualquier idealización del tema y en realidad nos está presentando en toda su sinceridad y crudeza el drama humano ante la muerte y las variadas reacciones psicológicas que los seres tienen ante este hecho ineluctable: el llanto, la reflexión, el desconsuelo ( de María Magdalena), etc.

Este drama es concebido con las características habituales de Caravaggio: una fuente de luz externa, que irrumpe con violencia desde un lugar elevado, recorre en una violenta diagonal la escena para iluminar (y jerarquizar) el punto clave de la composición: el cuerpo y el rostro de la Virgen, tendida sobre un lecho. La luz oculta o esclarece las formas y los colores. El intenso rojo cálido del vestido de la Virgen, que presenta un eco en el rojo más apagado de los cortinajes superiores, atrae con fuerza la atención del espectador, forzándole a concentrarse en este punto de la obra.

Caravaggio ha elegido, como es habitual en él, el punto de vista bajo para organizar su composición. Este hecho, junto al violento contraste lumínico, hace resaltar las formas recias y escultóricas de los Apóstoles, especialmente aquellas partes de su cuerpo que expresan con gestos y actitudes su profunda desesperación por la muerte de María , especialmente las manos.

El artista hace una renuncia casi total al espacio físico que rodea a las figuras, renunciando a detalles y distracciones que, por anecdóticos, podrían perjudicar la severidad e intensidad del drama con datos superfluos, en una búsqueda de cierta esencialidad y atemporalidad del momento que se vive.

A pesar de todo, la presencia de una iluminada María Magdalena en un primer plano, la disposición de la Virgen en un plano intermedio y de algunos apóstoles en un plano posterior, gradúa la profundidad del espacio. La perfecta fusión de figuras y ambiente, la sensación de atmósfera opresiva, donde se está viviendo el drama de la muerte sin retórica, dan a esta obra una sensación de verdad, de autenticidad, que devuelve a Caravaggio al lugar que le corresponde en el nacimiento de una corriente fundamental de la pintura barroca, la naturalista.

J.M.E.


EL DESCENDIMIENTO, 1610. CATEDRAL DE AMBERES. PEDRO PABLO RUBENS (1577-1640)

Introducción.

Flandes en el siglo XVII está bajo el dominio de España. Holanda será una república independiente, pero la región flamenca pertenece al mundo católico; su sociedad presenta un carácter más aristocrático y menos burgués que su vecina Holanda.

Una serie de rasgos distinguen a la pintura flamenca. Incluso cuando trata temas religiosos, lo hace con más brillantez que emoción, sin la espiritualidad que tiene por ejemplo la pintura española de la época. La pintura de Flandes expresa un gran optimismo vital, una afirmación de la vida y del goce; son frecuentes en su temática las fiestas, las bodas la mitología, el desnudo. Su mayor artista es Rubens.

Tuvo una vida muy activa y viajera, contactó con las cortes y clases aristocráticas de su tiempo. Conoció perfectamente a los grandes maestros, contemporáneos y anteriores, y tuvo una producción enorme, pues trabajaba apoyándose en un nutrido taller, creando verdadera escuela.

Rubens representa la culminación del Barroco de movimiento en la pintura. Su colorido es intenso, vital, opulento y majestuoso como ningún otro pintor. Cualquier otro a su lado parece triste.

Indudablemente le influencia la pintura flamenca tradicional y también la italiana. Venecia le influyó en el color, los modelos anatómicos, sobre todo los masculinos, debe mucho a Miguel Ángel, pero el desnudo femenino está más cerca de Tiziano; su claroscurismo se lo debe a la tradición caravaggiesca; los retratos y paisajes están más cerca de la tradición flamenca.

Su pintura evolucionara con el tiempo. Al principio su pincelada es muy perfilada, detallista, precisa y su concepción luminosa muy claroscurista. Este es el caso de la obra que comentamos, relativamente temprana. Con el tiempo la pincelada se vuelve más vaporosa, de forma que se pierden los perfiles y se aclara el colorido.

Su temática es muy extensa, dada su ingente producción. Tenemos obra religiosa, gran cantidad de pintura mitológica, retratos (siendo frecuente el retrato a caballo reflejando el porte aristocrático). El paisaje es también fundamental y frecuentemente se introduce junto a los otros temas; sus paisajes son agitados, movidos. Al final realizó lo que podríamos llamar pintura de Historia.

Análisis de la obra.

Estamos ante una obra de temática religiosa, indudablemente dentro del espíritu del barroco católico y contrarreformista, que apela fundamentalmente a los sentidos y a la emoción del espectador, que quiere transmitir sus mensajes bajo los ropajes formales del sensualismo y la brillantez, algo en lo que Rubens no tiene rival. Es un tema clásico de la tradición cristiana: el momento en que Cristo es bajado de la cruz tras el suplicio en el calvario. En una primera aproximación la obra transmite un tono de cierta ampulosidad y grandilocuencia algo teatral (recordemos el carácter más íntimo y espiritual del cuadro que sobre el mismo tema realizó Rembrandt).

Estamos ante una obra de enorme dinamismo, de clara ruptura con el tipo de composición cerrada y racional propia del Renacimiento; aquí el espacio es algo indeterminado, difuso, que se proyecta más allá de los límites del cuadro. La composición está claramente vertebrada en torno a una diagonal en descenso: desde la parte superior derecha y continuando por la sabana-sudario y los brazos de Cristo hasta la parte inferior izquierda (el pie de María Salomé). Otras diagonales de menor entidad cruzan la obra y una apenas insinuada vertical (desde la parte superior de la cruz hasta el pie de San Juan, que viste de rojo). Todas las líneas se encuentran en el punto central de la obra, allí donde el pintor quiere que detengamos la mirada: en el cuerpo exánime de Cristo, principal punto luminoso de la obra, y que resulta a modo de aspa vertebradora de la composición y disposición del resto de los personajes.

La composición se dinamiza además con un predominio muy barroco de las formas curvas que describen muchos de los personajes, lo que contribuye al movimiento general y a la sensación envolvente, de elipse que los personajes forman en torno a Cristo.

Resultan tan esenciales al propósito del artista como la composición misma. Estamos en una obra del Rubens temprano, todavía muy influido por un tenebrismo de raíz caravaggiesca: zonas de intensa iluminación (Cristo, el sudario) frente a zonas densamente en tinieblas que indeterminan el espacio; la luz al acentuar la diagonal principal refuerza el dinamismo general de la composición.

Estamos ante el color opulento característico de Rubens, de raíz indudablemente veneciana. Hay una sabia gradación de tonos: desde el fondo oscuro de los márgenes del cuadro, se pasa a unas gamas más apagadas de color en las figuras que rodean a Cristo: azules, verdes, pardos, morados...sólo parcialmente iluminados, que se complementan y refuerzan el espacio central y jerárquicamente principal de la obra.

A la vez otra zona del cuadro está violentamente iluminada, con un fuerte contraste rojo-blanco que, destacando poderosamente del conjunto, atraen con especial fuerza la mirada del espectador. Otra zona de colores cálidos la forman las túnicas de San Juan y José de Arimatea. Este juego mutuo de colores cálidos y fríos hace resaltar aún más la figura y el sudario.

En esta época de la producción pictórica de Rubens, además de fuerte contraste luminoso ya comentado, destaca por su pincelada más acabada, de contornos más precisos; posteriormente irá evolucionando hacia una pincelada más suelta y libre, perdiendo también mucho de las sombras tenebristas iniciales. El dibujo es poderoso, las anatomías sólidas y escultóricas revelan la fuerte influencia de algunos maestros del renacimiento italiano, como Miguel Ángel, del Manierismo (Tintoretto) o del propio barroco (Caravaggio). En sus tipos masculinos Rubens es muy miguelangelesco, mientras que en sus formas femeninas está más cerca de Tiziano.

Estamos ante una obra maestra del Barroco católico y del Barroco de movimiento. Nadie como Rubens puede expresar con tanto vigor los dogmas de la iglesia romana. Pero muchos más aspectos se superponen a esta realidad. El Barroco confiere a las obras pictóricas una fuerte sensación de unidad del conjunto, nada funciona de manera aislada, ningún personaje funciona por sí sólo. En cualquier otro ‘descendimiento’ anterior, pensemos por ejemplo en el Van der Weyden del Prado, algunos personaje podían funcionar autónomamente respecto al conjunto, como magníficos retratos o estudios psicológicos. Esto no es posible en la obra de Rubens.

Por otra parte el espacio barroco es un espacio indefinido, que parece dejar lugar e invitar al espectador a que se incorpore al drama que allí se está representando. Y a propósito de drama, la obra no deja de producirnos cierto aire de teatralidad, la sensación de que las opulentas y ricas vestiduras de los personajes dispersan la emoción espiritual que el acontecimiento debiera tener. Los personajes presentan un aire demasiado burgués o aristocrático que resta veracidad al drama Así el conjunto resulta brillante, vital y hermoso pero carente de hondura religiosa, como la que es capaz de transmitir Rembrandt, Ribera o el propio Caravaggio. Quizá por eso Rubens resulta más convincente cuando se adentra en los terrenos de lo mitológico.

J.M.E.


El RAPTO DE LAS HIJAS DE LEUCIPO, (1618-1620). PINACOTECA ANTIGUA DE MUNICH. RUBENS.

Introducción.

Obviaremos en este comentario los breves apuntes biográficos que incluíamos en el comentario anterior de la otra obra de Rubens, “El Descendimiento”, así como otras referencias generales de tipo sociológico o político. Recordemos no obstante brevemente sus variadas influencias:

Indudablemente le influencia la pintura flamenca tradicional: entre sus maestros están Otto venius y Van Noort y también la italiana. Venecia le influye en el color, en la pincelada amplia y sintética, en el gusto por la mitología. Los modelos anatómicos, sobre todo los masculinos, deben mucho a Miguel Ángel, también el dramatismo que expresan los cuerpos, pero en el desnudo femenino está más cerca de Tiziano; su claroscurismo es más patente en sus etapas tempranas, desapareciendo después; en los retratos y paisajes está más cerca de la tradición flamenca. De los Caracci tomará la grandilocuencia de las poses, la retórica de los cuerpos.
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Rubens representa, en cierto modo, la expresión más genuina de la pintura barroca flamenca; síntesis de lo nórdico y de lo mediterráneo, tiene una brillantez inigualable. Nadie como Rubens encarna sus valores aparienciales y ópticos. Su obra revela la apariencia, lo físico como ningún otro pintor. Probablemente es cierto y quizá inevitable que carezca de profundidad y penetración psicológica (como la de Rembrandt por ejemplo). Pero nadie ha podido superarle en el optimismo vital, en la opulencia casi táctil de las cosas. En un siglo en el que la pintura española es ajena casi por completo a la mitología y al desnudo, Rubens llena los palacios y salones con los más variados mitos antiguos. La mitología no puede hacer daño a la Contrarreforma, es un juego casi infantil, puesto que el verdadero enemigo del mundo que permanece fiel a Roma es el ámbito protestante, mucho más severo con las imágenes que el Catolicismo. Éste busca cautivar al pueblo de las verdades del dogma no sólo a través del árido sermón cuanto a través de los sentidos, de las emociones y de la teatralidad. En el arte de la pintura lo ascético, la mortificación del cuerpo ocupa y preocupa a los pintores españoles. Pero Rubens puede exaltar los principios católicos a través de un procedimiento opuesto: la belleza, la grandilocuencia de las formas( recordar la erección de la cruz...), es decir a través de todos los procedimientos que cautivan los sentidos del espectador y pueden hacerle atractivas las verdades de la Fe.

La mitología tiene en Rubens a su gran promotor en la época del Barroco. Carece de la profundidad de la que adolece toda su obra, pero así como la vacuidad de contenidos puede empequeñecer su producción religiosa, en su producción mitológica esto no representa un problema, al contrario Rubens puede desplegar toda su energía creativa, su brillantez, toda la afirmación de la vida y de los sentidos, del goce, que es consustancial con su carácter como pintor en este género de pintura en que el relato prima por encima del carácter, en que los actos se superponen a los motivos. Por eso, la mitología se adapta como un guante a la mano fértil de Rubens, produciendo obras de una belleza extraordinaria como la que vamos a comentar

Su pintura evolucionará con el tiempo. La obra que analizamos se ha desprendido ya casi por entero de la influencia tenebrista que era posible advertir con claridad en la otra obra de Rubens comentada (El descendimiento), veremos un Rubens más veneciano, de pincelada más libre sin renunciar al detalle preciso tan propio de la tradición flamenca.

Análisis de la obra.

El cuadro es un óleo sobre lienzo cuyas dimensiones son de 2’22 X 2’09 m. El tema de esta composición es mitológico: se trata del rapto de las hijas de Leucipo, rey de Tebas, llamadas Hilaíra y Febe por parte de los Dioscuros, Cástor y Pólux. El rapto se produce con gran violencia, puesto que las hermanas habían sido prometidas a las hijas de Alfareo. Cástor levanta desde el caballo a Hilaíra, mientras Pólux trata de vencer la resistencia de Febe. Además aparecen dos amorcillos: uno se aferra al encabritado caballo de Pólux, mientras el otro retiene al caballo de Cástor por la brida.

La composición definida por un dinamismo extremo; como es habitual en el barroco el movimiento se expresa en acto. No aparece aquí la composición equilibrada y simétrica propia del Renacimiento, sino que presenta un ritmo convulso, articulado por curvas y diagonales. La principal de ellas es señalada por el brazo extendido de Hilaíra; en torno a este eje se posicionan las figuras de la obra, que se compensan en uno y otro lado de la diagonal. Pero hay otras diagonales que se entrecruzan con la principal, acentuando el ritmo dramático de la obra, como la que pasa por las cabezas de los tres personajes del plano superior; las curvas de los cuerpos de las mujeres, especialmente la superior, de formas y carnalidades típicamente rubenianas, no son ajenas a dos obras de Miguel Ángel: La noche de la tumba de Juliano de Médicis y Leda y el Cisne. A la vez todas las figuras se cierran en un claro círculo.

La espectacularidad de lo que contemplamos queda reforzada porque Rubens ha preferido un punto de vista muy bajo para la mirada.
Nada pues en la composición está dejado al azar y el artista demuestra haber asimilado a la perfección las lecciones del clasicismo.

En esta composición, unos diez años posterior al Descendimiento de la catedral de Amberes ya es apreciable la evolución que ha sufrido el estilo de Rubens: se han abandonado los fuertes claroscurismos de raíz caravaggiesca de su etapa temprana y la luz y el color se han adueñado de su paleta: luz y color de indudable eco veneciano: colores brillantes, vivos, que emanan luminosidad desde si mismos, sin que una iluminación exterior venga a mostrarlos. Los rojos se muestran opulentos, las carnes de las mujeres de Rubens, típicamente nórdicas, brillan con esplendor propio. Los colores de los caballos tienden a tonos más apagados, mientras que grises-azulados dominan el cielo y en la parte inferior, en la que como buen flamenco el paisaje tiene su propio protagonismo, los ocres y verdes dominan la visión.

Así pues, es la parte central del cuadro la que, con su potente claridad y brillantes rojos, nos atrae preferentemente como espectadores.

La pincelada de Rubens, cimentada sobre un dibujo poderoso, de contornos escultóricos que nos recuerda a Miguel Ángel, también ha ido evolucionando desde sus obras iniciales. Se vuelve cada vez más suelta y amplia, más sumaria en su ejecución, pero sin perder el sentido fotográfico del detalle propio de la tradición flamenca al menos desde los Van Eyck: así asistimos a un esmerado virtuosismo y sentido del detalle en el trenzado del cabello o en los adornos de Febe, en el mismo paisaje, en los reflejos y valores lumínicos de la armadura de Cástor entre otros muchos ejemplos.

J.M.E.


LA RONDA DE NOCHE, 1642. RIJN MUSEO DE ÁMSTERDAM. REMBRANDT (1606-1669)

Introducción.

La Compañía del capitán Frans Banning y el teniente Willem van Ruitenburch o La ronda de noche,

En la Holanda del siglo XVII encontramos una producción de arte con un carácter nuevo, el que da la ausencia de aristocracia e Iglesia Católica como principales clientes. El artista gana en independencia, pero se somete a las leyes del mercado, lo que puede enriquecerle y también, empobrecerle. Junto a esta novedad hay otra de carácter temático: el aprecio por la reproducción de la realidad cotidiana. Al servicio de esta reproducción se pondrá un desarrollo científico-técnico que llevará a los pintores a utilizar los progresos de la tecnología óptica.

Destaca por encima de todos en la primera mitad del siglo XVII el maestro Rembrandt, nacido en Leyden en 1606 aunque se instalará definitivamente en Amsterdam en 1632 donde conocerá un gran éxito hasta mediados de siglo, rodeado de discípulos y encargos importantes. Sus últimos veinticinco años serán una constante búsqueda de la verdad, entendiendo por ésta más el ahondar en los sentimientos que en fijar las apariencias. En la obra del artista veremos reflejados sus avatares biográficos: de la prosperidad al calor de una burguesía rica y culta, a la soledad y la pobreza, como precio a pagar por su independencia.
Análisis de la obra.

Estamos ante la más célebre de sus composiciones, correspondiente al periodo culminante de su carrera en 1642. Es un óleo sobre lienzo cuyas dimensiones son 3’59 X 4’38 m.

¿Se puede abstraer alguna de las figuras del conjunto? No, porque forman parte de un todo, de un conjunto indisociable. ¿Es posible separar la forma del fondo? Tampoco, son uno, están fundidos como una brasa. ¿Existe la forma plástica entendida como línea y volumen modelado? No, la forma plástica ha desaparecido.

¿Qué queda entonces? Actitudes, formas, objetos, gestos, posiciones... todos ellos sometidos a un estilo luminista, el que permite poner de manifiesto una capacidad maravillosa de Rembrandt: revelar algo y, a la vez, esconderlo.

La fuente de la luz está fuera del cuadro y entra por arriba y por la izquierda, según la dirección de las sombras proyectadas y que pueden observarse en el reflejo de la mano del personaje central sobre su acompañante. Tiene un comportamiento selectivo: la chica con el gallo; los personajes centrales; y los rostros casi frontales de los demás protagonistas. A partir de ahí, una orquestación de tonos y resonancias que afecta a toda la atmósfera del cuadro y en la que también participan las masas de sombras y penumbras.

Drectamente asociada a la luz está el color, aplicado con un carácter matérico, empastado, denso, casi con relieve. Destacan los tonos cálidos de las tierras y los ocres, además del rojo del echarpe del protagonista y de la ropa del soldado con su larga arma situado a su derecha. Sumemos los amarillos de la joven y del lugarteniente, más los blancos como los de la golilla en contraste con el negro.

En un espacio pronunciado, destaca el movimiento de la escena, la captación de un instante. Es la composición la que contribuye directamente a esta visión. Aparentemente desordenada, está construida de un modo racional, según los dos ejes medios del rectángulo del cuadro: el eje horizontal determina un telón de personajes que sirve de fondo y que están en alto, dejando el primer plano a las dos figuras principales. Las diagonales de la larga lanza y del asta de la bandera se cruzan en el centro luminoso de la escena; finalmente, el grupo de la derecha está relacionado con el resto por la lanza.

Iconografía.

Hacia 1800, debido a que la obra estaba bastante oscurecida por sucias capas de barniz, fue erróneamente denominada "Ronda de noche".

Se deja atrás un pasaje cubierto. Un grupo de milicianos comandados por un capitán y un teniente van a salir a hacer la ronda por las calles de la ciudad de Amsterdam. Detrás de los oficiales vemos a los soldados colocados aleatoriamente: unos hacen de arcabuceros -cargan con pólvora, descargan-, otros se acompañan de timbales o de picas. En el centro de semejante agitación, una chica lujosamente vestida y que lleva un gallo colgado a la cintura (mascota de la corporación), contempla atentamente la acción. También nos mira irónicamente el mismo autor situado a la derecha y dejando ver únicamente una parte de su rostro.

En el escudo de arriba figuran los nombres de los dieciséis personajes representados y que han realizado el encargo. Se trata de los miembros de la corporación de arcabuceros del distrito II de Amsterdam. En el cuadro sólo están representados los ricos, pertenecientes a la clase media o alta. Aquí vemos cómo se rompe con la tradición de las viejas pinturas de compañías militares de la que son ejemplo los retratos colectivos de banquete, la especialidad de Frans Hals. Y lo hace por la disposición aleatoria de las figuras y por la dignidad de una decoración como esa arquitectura inventada que en esta época se reservaba a los soberanos.

En ningún momento se ha negado que Rembrandt comenzara a difuminar los límites entre el retrato grupal y la pintura histórica (que, en la jerarquía de los géneros de la pintura ocupaba el primer puesto). De hecho, parece ligado a un acontecimiento verídico, lo que ocurre es que no se sabe si alude a la guardia que escoltaba a la reina María de Inglaterra el 20 de mayo de 1642 o se refiere a la visita oficial de María de Médici en septiembre de 1638. Cualquiera que sea el acontecimiento, Rembrandt se esfuerza por ennoblecer a su clientela burguesa al trasponer el motivo a una esfera histórica. También la agitación es constitutiva de la pintura histórica del Barroco, que sigue el mismo principio, exigido para este género desde Leon Battista Alberti, de la varietà.

Esta variedad, no obstante, está sometida a una jerarquía oculta, la que dicta la superioridad y subordinación ahora de una sociedad burguesa.

C.M.A.

AUTORRETRATO AL CABALLETE, 1663. MUSEO DEL LOUVRE. REMBRANDT.

Introducción.


Según una leyenda griega, el esbozo de un retrato es la primera obra de arte figurativa: podemos suponer que de la pintura del retrato derivó la idea más antigua del arte como imitación de la naturaleza. Si hoy a este género le ha dado muerte la fotografía, ésta nunca será capaz de imprimir el carácter íntimo del modelo que se debe exclusivamente a la interpretación del artista.

Coincidiendo con el nuevo interés por el individuo, el arte del retrato lo encontramos en el Renacimiento de la mano, entre otros, de Durero, Rafael o Tiziano. Será en el siglo XVII, sin embargo, cuando este género alcance su mayor desarrollo y penetración. Suele haber en los palacios de los nobles un "salón de linajes"; por otra parte, la costumbre de las bodas entre príncipes europeos por razones políticas, hace que menudeen los envíos de retratos.

El análisis de esta temática tiene diversas perspectivas. De un lado, nos muestra el rostro de la clientela del arte: Papas, cardenales, monarcas, primeros ministros, aristócratas, grupos de burgueses y cofradías, órdenes monásticas, etc. De otro, nos presenta la sustitución de la persona retratada, sobre todo cuando ésta tiene poder y su "doble" debe aparecer en los centros oficiales. Por último, el tipo de retrato revela si se ha querido cumplir uno o varios objetivos a la vez: que parezca vivo, que transmita su rango social o que consigne la personalidad del retratado. Según este triple objetivo, podremos ir desde el retrato cortesano, más exterior, al autorretrato en el que vamos a quedarnos.

Lo podemos hacer de la mano de Rembrandt, al que se le conocen más de cien autorretratos. Verdaderamente, el artista holandés no anotó sus observaciones como Leonardo o Durero; tampoco fue un genio admirado como Miguel Ángel ni un corresponsal diplomático como Rubens. Sin embargo, nos parece conocerlo mejor que a ninguno de ellos porque nos dejó un asombroso registro de su vida: desde cuando era un maestro al que el éxito y la juventud sonreían hasta su solitaria vejez, cuando su rostro refleja la tragedia de la bancarrota. Estamos ante una autobiografía pictórica de carácter único en la que vamos a encontrar al verdadero artista más allá del mercado y en el proceso de indagación sobre el hombre y su destino.

Análisis formal.

Encontramos aquí a un Rembrandt mayor en atuendo sencillo. Tocado con un pañuelo blanco, su cuerpo mira hacia el caballete situado a la derecha mientras su rostro se gira hacia nosotros. En una de sus manos un pincel grande y en la otra pinceles más pequeños junto a la paleta.

Lo primero que destaca es la vida interior de la imagen que tiene algo mágico y una evidencia de la realidad pictórica paralela a la realidad de la naturaleza y bien diferente a ella. De un lado observamos el instante individualizado y la impresión fugaz; y de otro, la permanencia del carácter .

El efecto de la luz domina a todos los elementos del cuadro, que esta pintado al óleo sobre lienzo. Y ya que la luz se concentra en una pequeña zona de la imagen, sobre todo el rostro, y es muy intensa y contrasta vivamente con la sombra, parece tener la intensidad y la rapidez del relámpago.

A la luz debemos sumarle otro factor plástico, el color. No encontramos aquí la paleta de Rubens o de Velázquez. Sus colores son menos brillantes que los usados por ellos. La primera impresión que producen es la de una coloración parda oscura, pero de una gran riqueza tonal que comunica más vigor todavía a los contrastes de unos pocos matices claros y brillantes. Este color está aplicado de manera empastada y densa y produce impresiones táctiles.

Vida interior, luz y color. Fijemos nuestra atención en otro aspecto del que este cuadro puede ser ejemplo vivo. Nos estamos refiriendo a cómo coincide el proceso pictórico con el proceso espiritual. En el primer Rembrandt nos encontramos con el goce de la materia coincidente con la armoniosa unidad de los años de juventud; aquí, por contra, en el artista ya maduro, vemos que la sombra se hace cada vez más intensa, el color se enrarece, la pincelada se espacia; observamos también que el claroscuro ya no viste las formas sino que las absorbe y que la luz, en lugar de provenir de una única fuente, parece emanar de la propia figura, envolviéndola en una especie de velo dorado.

Sabemos que Rembrandt trabajaba desde los fondos hasta el primer plano, lo que nos hace pensar que es el rostro la última parte del proceso creador. Y en el rostro nos encontramos con una fuerte melancolía que en la sabiduría del retrato está haber sabido comunicarla a todo él. Parece el maestro seguir fielmente las indicaciones de Roger de Piles (1635-1709) quien en una detallada teoría del retrato apunta:

“...Pocos han sido los pintores suficientemente minuciosos como para engarzar bien las distintas partes: a veces la boca sonríe y los ojos están tristes; otras veces los ojos aparecen animados y las mejillas apagadas; de manera que su obra tiene un aire falso y no parece natural”.

Iconografía.

En apariencia, que un pintor se retrate a si mismo con un pincel en la mano y en un proceso de renuncia -es más aquello de lo que carece que lo que está representado- se presta a un escaso análisis iconográfico. Vale de poco saber que fueron escasas las veces que se retrata como pintor. A nada conduce pensar que detrás de esta obsesión pueda existir narcisismo o una constante crisis de identidad. Lo que Rembrandt nos enseña es que pintar es un acto más intelectual que manual y nos lo dice iluminando su rostro. Pero la realidad va siempre más allá de lo aparente.

El individuo es, aunque pueda parecer lo contrario, un producto reciente de nuestras sociedades y ligado a la modernidad. Hasta entonces los hombres se "interpertenecían" a través de unas redes de relaciones y de reciprocidad que representaban una traba pero que también les garantizaba una condición y un lugar en el mundo.

El cristianismo subraya la idea de la salvación personal. Cuando este cristianismo se hace protestante, deja al hombre más solo ante Dios, le suprime las mediaciones que santos y sacerdotes pueden suponer. El ser humano queda así ante un Dios todopoderoso y alejado, con la única compañía de las Escrituras. A ellas, en su soledad vacía, sumará Rembrandt su pincel y su oficio de pintor.

C.M.A.

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